Casa del perro (3 sur esq. 9 pte,) |
http://www.panoramio.com/photo/2614421
Ocupa la esquina completa de las calles; PORTADA DE SANTA INES Y LA CALLE DE LA LIMPIA (3 SUR Y 9 PONIENTE). Su techo está adornado por la estatua de un perro de color rojo, es una de las casas mencionadas en el libro: PUEBLA
13 CASAS Y LUGARES MALDITOS
ORESTES MAGAÑA.
Ediciones Puebla 5a reimpresión 2011
Era una de esas tardes lluviosas de septiembre de principios del siglo XVIII cuando llegaron a vivir a la ciudad de Puebla. Su carreta de mulas traqueteo fuertemente al subir al cerro de Loreto, venian por el antiguo camino de Veracruz, hata que finalmente divisaron las torres altas, y los hermosos campanarios de puebla, de ahi, iniciaron el camino de descenso al asentamiento español.
El unico tramite que restaba para para entrar a Puebla era cruzar el puente. Como llovia a cantaros, el guardia considero innecesario algunos formalismos. Un vistazon revelo que eran españoles, el aujar adivinaba personas pudientes, resultaba necio hacerlos esperar, sin otro motivo de suspicacia, ordeno abrir las rejas y darles paso a la ciudad.
-¿Hay un buen lugar para hospedarse?- pregunto el padre de familia.
-Sigan al Meson del Angel- respondio apresurado el guardia bajo la tormenta que empeoraba.
El carruaje cruzo con premura el Rio San Francisco, mas crecido y turbulento por el aporte de agua que daba la terrible lluvia.
A la mañana siguiente iniciaron la busqueda de una casa. Esa labro para una familia española con dinero no era sencilla. Lo ideal era el centro, a lo mucho un par de cuadras lejos de la plaza mayor, pero no habia casas disponibles.
En San Jose, cerca de la parroquia, encontraron una casa que parecia hermosa, junto del Rio San Francisco que en ese punto todavia tenia aguas clraras, pero el lugar se encontraba muy solo y era peligroso.
Les quedo claro que deberian dejar a un lado los prejuicios y buscaron una casa en Analco, pero el precio impidio llegar a un acuerda. Finalmente un amable mesonero señalo que las monjas del Convento de Santa Ines, ubicadas al sur poninete de la ciudad, podrian tener alguna propiedad en renta.
La casa era grande y se enamoraron de ella en cuanto la vieron. Ocupaba la esquina completa de la calle Portada de Santa Ines y la calle de la Limpia. sus dos niveles estaban coronados por la estatua de un perro que causaba el interes de cuantas personas pasaban por alli.
Nadie parecia poder fijar una fecha a la construccion de la casa y tampoco a la estatua, que remataba el bello edificio. Se decia que la casona haba pertenecido a uno de los conquistadores que domino Tepeaca, recordando que una de las estrategias fundamentales españolas de lucha fue el uso de grandes perros feroces, entrnados para atacar a los indios en sus partes nobles. Se decia que el "aperramiento" de indios habia sido una de las diversiones favoritas de este ilustre personaje.
Otros decian que la estatua era hueca, y que el propietario de las casa habia encontrado un tesoro de monedas de oro y por eso no la habia quitado, Algunos eran de la opinion que el perro señalaba y cuidaba un tesoro dentro de la casa. Ya desbocada la imaginacion, se decia que la estatua aullaba en las noches.
Lo bueno de una casa embrujada, si uno no cree en la leyenda y esta dispuesto a correr los riesgos, es que la renta siempre es barata. La familia de don Juan de Illescas, nombre del ilustre gachupin recien llegado de España y protagonista de esta historia, se dispuso a iniciar una nueva vida en la orgullosa ciudad de Puebla de los Angeles de la Nueva España.
La primera labor que hizo la nueva familia fue ganar amistades y darse a
conocer. Rápidamente se esparció el rumor que un español de medios se
había instalado en la ciudad, provocando el interés de muchas personas
por conocerlo. Tenía una hermosa esposa, una bella hija y una casa
decente. Generoso abrió la casa a todo el vecindario, e invitó a toda la
clase pudiente de Puebla a las fiestas que organizaba, lo mismo a los
alcaldes, dueños de obrajes, molineros e inquisidores, y siendo Puebla
conocida como la ciudad de la carne de "cerdo cochino y marrano",
sumando a eso el popular dicho "baile y cochino: el del vecino". se
comprende que los Illescas no tardaron en convertirse en una de las
familias más populares de Puebla.
Illescas era comerciante, pero era contado entre la nobleza poblana porque su riqueza lo ponía por encima del abarrotero común. Su perspicacia y sus habilidades lo hicieron dedicarse a uno de los ramos del comercio que más dinero había dejado a los comerciantes españoles de la Nueva España, en los tres siglos anteriores: las importaciones chinas. Dos veces al año se encaminaba a Acapulco, cuando la Nao de China llegaba de Filipinas trayendo la mercancía que los poblanos buscaban. De ese barco traía porcelana de Japón, seda de China, muebles de China y Filipinas y especias de la India.
Todas las mercancias de la Nao eran una necesidad, ningún pudiente podía adornar su casa sin finas porcelanas, que sabía que su vecino tenía, sin muebles de Japón, sin seda para cortinas y ropas. Ningún pudiente creía en una medicina que no tuviera el sabor de la canela de la India. Si un potentado tenía objetos, especias o esclavos de oriente inmediatamente era imitado por los demás que debían tener lo mismo, o más.
En la época de Illescas ese fenomeno de imitación había creado una nueva moda: Los esclavos de china. Todo había comenzado con el recibimiento de un nuevo virrey camino a México. Los pudientes poblanos observaron que junto al equipaje venían varios esclavos chinos, entre sirvientas y cocineros. No dejaron de escuchar atentamente como el virrey alababa a su servidumbre: limpios, dóciles y nada que ver con los problemáticos sirvientes negros a los que les encantaba robar y podían dejar a la esposa embarazada mientras el amo estaba de viaje (el chiste fue celebrado por toda la concurrencia masculina). Al irse el virrey a la ciudad de México, los pudientes decidieron que nadie se podía considerar una persona de respeto, si no tenía por lo menos un dócil y obediente esclavo chino.
Los esclavos chinos rápidamente se convirtieron en oro amarillo humano. Se traían pocos, y algunos ni siquiera eran chinos sino filipinos vendidos en Manila por sus propios padres necesitados de dinero. Había una gran demanda por comprarlos, y se necesitaba bastante dinero y habilidad para adquirir en Acapulco un buen lote.
Illescas era un comerciante hábil y nadie en Puebla podía tener un esclavo chino sino era por intermedio de su casa comercial. En general, él trataba de una manera respetable a su "mercancia", y cuando los esclavos eran vendidos les iba mucho mejor que a sus símiles negros, que terminaban trabajando en plantaciones de caña de azúcar o en minas de plata. Sus amos los utilizaban como cocineros o pajes y en ocasiones los liberaban. Famosa es la historia de una esclava que terminó siendo liberada y santa: la China Poblana.
De las reuniones importantes y más frrecuentes en la casa de los Illescas, podemos mencionar las que se daban para tomar chocolate. Por las tardes, las más elegantes familias poblanas se reunían para saborear pan endulzado y beber el dulce cacao en finas mancerinas de plata, que eran una especie de tazas con el tamaño suficiente para sostener una pan en medio del espumoso chocolate. Las damas poblanas podían admirar los muebles, la ropa y los sirvientes de los anfitriones. Los hombres, en un salón aparte, solían jugar cartas hasta muy entrada la noche.
Sí, los Illescas eran una bonita familia española. Hasta que una noche, un siniestro grupo de hombres vestidos de negro tocaron a su casa. Al grito de "¿Quién vive?" Contestaron con una palabra que no admitía resistencia alguna.
-¡Inquisición!
Juan Illescas fue aprehendido acto seguido y llevado a un calabozo de la Inquisición en Puebla.
Illescas era comerciante, pero era contado entre la nobleza poblana porque su riqueza lo ponía por encima del abarrotero común. Su perspicacia y sus habilidades lo hicieron dedicarse a uno de los ramos del comercio que más dinero había dejado a los comerciantes españoles de la Nueva España, en los tres siglos anteriores: las importaciones chinas. Dos veces al año se encaminaba a Acapulco, cuando la Nao de China llegaba de Filipinas trayendo la mercancía que los poblanos buscaban. De ese barco traía porcelana de Japón, seda de China, muebles de China y Filipinas y especias de la India.
Todas las mercancias de la Nao eran una necesidad, ningún pudiente podía adornar su casa sin finas porcelanas, que sabía que su vecino tenía, sin muebles de Japón, sin seda para cortinas y ropas. Ningún pudiente creía en una medicina que no tuviera el sabor de la canela de la India. Si un potentado tenía objetos, especias o esclavos de oriente inmediatamente era imitado por los demás que debían tener lo mismo, o más.
En la época de Illescas ese fenomeno de imitación había creado una nueva moda: Los esclavos de china. Todo había comenzado con el recibimiento de un nuevo virrey camino a México. Los pudientes poblanos observaron que junto al equipaje venían varios esclavos chinos, entre sirvientas y cocineros. No dejaron de escuchar atentamente como el virrey alababa a su servidumbre: limpios, dóciles y nada que ver con los problemáticos sirvientes negros a los que les encantaba robar y podían dejar a la esposa embarazada mientras el amo estaba de viaje (el chiste fue celebrado por toda la concurrencia masculina). Al irse el virrey a la ciudad de México, los pudientes decidieron que nadie se podía considerar una persona de respeto, si no tenía por lo menos un dócil y obediente esclavo chino.
Los esclavos chinos rápidamente se convirtieron en oro amarillo humano. Se traían pocos, y algunos ni siquiera eran chinos sino filipinos vendidos en Manila por sus propios padres necesitados de dinero. Había una gran demanda por comprarlos, y se necesitaba bastante dinero y habilidad para adquirir en Acapulco un buen lote.
Illescas era un comerciante hábil y nadie en Puebla podía tener un esclavo chino sino era por intermedio de su casa comercial. En general, él trataba de una manera respetable a su "mercancia", y cuando los esclavos eran vendidos les iba mucho mejor que a sus símiles negros, que terminaban trabajando en plantaciones de caña de azúcar o en minas de plata. Sus amos los utilizaban como cocineros o pajes y en ocasiones los liberaban. Famosa es la historia de una esclava que terminó siendo liberada y santa: la China Poblana.
De las reuniones importantes y más frrecuentes en la casa de los Illescas, podemos mencionar las que se daban para tomar chocolate. Por las tardes, las más elegantes familias poblanas se reunían para saborear pan endulzado y beber el dulce cacao en finas mancerinas de plata, que eran una especie de tazas con el tamaño suficiente para sostener una pan en medio del espumoso chocolate. Las damas poblanas podían admirar los muebles, la ropa y los sirvientes de los anfitriones. Los hombres, en un salón aparte, solían jugar cartas hasta muy entrada la noche.
Sí, los Illescas eran una bonita familia española. Hasta que una noche, un siniestro grupo de hombres vestidos de negro tocaron a su casa. Al grito de "¿Quién vive?" Contestaron con una palabra que no admitía resistencia alguna.
-¡Inquisición!
Juan Illescas fue aprehendido acto seguido y llevado a un calabozo de la Inquisición en Puebla.
¿Cómo pasaba uno, en una noche, de ser un honrado comerciante español a
un reo en un calabozo nauseabundo sin ningún derecho? ¿Cómo había
sucedido todo esto?
Quizá no lo habían atrapado si no fuera por el gusto que tenía de bañarse diario. Le gustaba sobre todo ir al Temascal de Luisa la Limpia que se encontraba en su misma calle. También le agradaba zambullirse en las fosas de agua sulfurosa que había alrededor de Puebla y cuyos poderes beneficiosos eran conocidos por todos, desde los más humildes barberos hasta por los más letrados doctores del Real Protomedicato. Las aguas de Puebla podían curarlo todo: artritis reuma, gota, impotencia sexual. Pero también era vox populi que no debía abusarse del mencionado tratamiento. Bañarse diario era perjudicial para la salud.
Los frailes, por ejemplo, no cesaban de repetirles a los indios que bañarse diario ocasionaba sarampión. Condenaban sus temascales afirmando que su abuso debilitaba el cuerpo. Además era un hecho que un español cristiano y biennacido no se bañaba nunca, se citaba a Isabel La Católica de la que se decía sólo se había bañado tres veces en su vida, si se incluía su bautizo. Eso de bañarse diario era cosa de judíos y moros.
El otro problema del buen Illescas fue que un nuevo inquisidor general había llegado a Puebla y se proponía renovar a una institución que muchos decían ya obsoleta. No habían quemado a nadie en 80 años y se sentía la necesidad de hacer un buen espectáculo, muy difícil en una ciudad donde todos se consideraban cristianos. Uno que otro indio había caído por brujería, pero para el nuevo inquisidor el panorama era desalentador, hasta que conoció a Illescas.
Al buen inquisidor le pareció increíble cómo nadie se había dado cuenta del “marranesco” origen del anfitrión. Su nariz aguileña, sus ojos hundidos, sus orejas. No era español, estaba seguro de ello, posiblemente portugués y no era cristiano. Al llamar testigos para la investigación, uno afirmó lo siguiente:
-“Que estando en el Molino de don Rafael Mangino, como a la hora nona vio el declarante como se le ofrecía un tocino grueso de dos dedos al citado Illescas, rechazándolo este último diciendo estar indispuesto.”
Bañarse diario, haber rechazado comer tocino, muy probablemente por haber comido ya bastante, era suficiente para ser encerrado en un calabozo.
En realidad a los inquisidores les importaba un bledo se era judío o no. Lo más importante era su riqueza, y cualquier acusado de un delito grave ante la inquisición perdía sus propiedades que eran repartidas entre los buenos inquisidores. El acusado sólo debía declararse culpable.
Mientras el pobre condenado esperaba en el potro del tormento, quedaba claro que a la Inquisición le sobraban herramientas para tal fin. Tenían hierros candentes, el indispensable azote (látigo para castigar la espalda), la jarra (para hacerlo tomar agua hasta llevarlo al colapso), los torniquetes (o rompe pulgares)… No tardarían mucho en hacerlo confesar que había matado hasta al mismo Jesús.
Dice un antiguo refrán: “en prisión y en el hospital conoces a tus amigos”. En el caso de la familia Illescas pronto descubrieron una soledad casi absoluta. Cuando en el vecindario se enteraron que no habían estado viviendo junto a un caballero español decente, sino cerca de un judío, se horrorizaron y de inmediato retiraron el saludo a la familia.
Solamente las monjas de Santa Inés siguieron yendo a la casa tratando de convencer a la madre y a la hija de retirase a su convento, deshacerse del marido, y vivir como monjas dentro de él. La nueva situación impedía que la hija se casara adecuadamente, le recordaron a la madre que ésa era una salida bastante digna, no le exigirían ninguna dote para el convento, porque todas sus propiedades habían quedado embargadas.
La esposa de Illescas se negó. No abandonaría a su esposo, pero no sabía que más podía hacer. Las monjas la consolaron diciéndole que estaban convencidas de la falsedad de los cargos, que confiara en Dios y podría salir adelante.
Por supuesto las buenas monjas no sabían que Illescas era culpable. No sólo el sino toda la familia. La esposa se hacía llamar en España doña Ana de Gibraltar, pero su verdadero nombre era Sara, el nombre de su esposo era Isaac Sefarad. Desde 1492 cuando los reyes católicos ordenaron a los judíos convertirse o ser expulsados, los judíos se habían ocultado entre los cristianos de la península, durante generaciones habían resguardado su herencia cultural y las tradiciones de su pueblo, hasta que la persecución los había obligado a emigrar a América.
Pero la Inquisición los había alcanzado de nuevo.
A medianoche Sara meditaba. Su esposo moriría quemado, y ella terminaría su vida junto con su hija mendigando en el camino real. Esa noche tuvo pesadillas.
Soñó con unos ojos rojos que la seguían a través de la ciudad. Ella corría tratando de llegar su casa, pero los ojos no la perdían de vista, Sara subía las escaleras, entraba a su cuarto cerraba la puerta, pero esos ojos la perseguían hasta alcanzarla en su cama. En ese momento despertó asustada. Giró la cabeza en todas direcciones hasta que finalmente al frente de su cama descubrió unos ojos enormes que la observaban, en medio de las sombras que revelaban la imagen de un mastín. Quiso gritar, pero sólo salió un sonido hueco de su boca.El perro no dejaba de mirarla en el silencio de la noche. Pronto comenzó a moverse hacia la puerta, haciendo la invitación muda a ser seguido. Sara se levantó y juntos descendieron por las escaleras a las partes más bajas de la casa.
En la cocina, cazos, cuchillos, tenedores y vasos se encontraban en su lugar. Un pequeño ratón corría silencioso sin asustar a Sara, que como hipnotizada siguió a ese mastín fantasmal hasta un rincón donde pudo ver como brotaba una extraña luz azul. Cuando se acercó lo suficiente vio al perro sollozando, señalando una misteriosa grieta en la pared.
Sara se alegró, ya que ella, como toda la población española de ese tiempo, sabía lo que significaban los fuegos fatuos. Tomó cuchillas y cucharas a manera de pico y pico y pala, y comenzó a romper la pared. A medida que escarbaba, la débil luz si iba haciendo más intensa, era como un incendio azul que no quemaba su cuerpo. Cuando el yeso cedió pudo ver los restos de un animal emparedado muchos siglos atrás, con un letrero que decía:
“Al único amigo que tuve en vida”.
Debajo había un cofre lleno de monedas de oro. Sara miró atrás y el fantasma ya no estaba.
¿Cómo lograron escapar esa misma noche? ¿Realmente el inquisidor aceptó ese dinero, y los dejó ir así como así? ¿Cómo pasaron a los guardias de la Inquisición, a los de los puentes? Muchos años se especuló sobre lo que realmente sucedió esa noche cuando la temible Inquisición perdió un preso.
Como haya sido, nadie volvió a saber nada de la familia Illescas, y ellos pronto pasaron a ser una leyenda más de la ciudad.
Tres meses después una carreta desvencijada jalada con mulas y conducida por una mujer, se acercó a una aldea insignificante de chozas de madera en el norte del país. Al lado se encontraba su hija, en la parte de atrás venía el esposo todavía convaleciente de las heridas que había recibido. Contaba la esposa a todo el que quería saber, que había sido secuestrado por unos asaltantes en el camino real de Acapulco a Ciudad de México.
-Bienvenidos a Monterrey- dijo el hombre que hacía guardia a la entrada del pueblo.
No era un lugar muy agradable. Seco, tenía algunos hoyos de agua donde crecía una especie de pasto llamado lampazo que se comía a falta de algo mejor. No había sirvientes, ni edificios, ni fina vajilla de plata, ni seda, ni escuelas, ni hospitales, ni porcelana, ni especias, ni drenaje, ni pavimento. Solamente una llanura inmensa, fría en invierno, caliente en verano.
-Perdóname- murmuró el esposo.
En su nueva morada no iba a ver tamaladas, reuniones para tomar el chocolate, ni grandes bailes. La hija no iba a casarse con ningún rico pretendiente español, su educación formal (leer, escribir y coser) la tendría que complementar con educación práctica como montar a caballo y disparar un arma, como defensa cuando los indos los atacaran, y por supuesto aprender a cocinar.
-Bienvenidos a Monterrey- repitió el hombre pensando que no había sido oído-.
-Muchas gracias. ¿Cuántos viven en el lugar? – preguntó la esposa.
-Con ustedes seremos quince familias- respondió contento - y los ayudaremos a instalarse, estarán bien.
-¡Perdóname!– repitió Juan Illescas que estaba medio soñando todavía con los dolores del tormento que ninguna medicina parecía poder quitar.
La esposa no dijo nada porque la mirada en su rostro lo decía todo. Supo que su esposo necesitaba algo más, se acercó y lo besó profundamente. Pasaron al hombre que hacía guardia y se adentraron en la aldea. No se sabe si su felicidad fue completa porque Juan Illescas nunca se recuperó de las heridas recibidas, una leve cojera delataba su dolor, con todo, la familia prosperó a la larga, y sus descendientes se cuentan entre las familias más importantes del norte de nuestro país.
Quizá no lo habían atrapado si no fuera por el gusto que tenía de bañarse diario. Le gustaba sobre todo ir al Temascal de Luisa la Limpia que se encontraba en su misma calle. También le agradaba zambullirse en las fosas de agua sulfurosa que había alrededor de Puebla y cuyos poderes beneficiosos eran conocidos por todos, desde los más humildes barberos hasta por los más letrados doctores del Real Protomedicato. Las aguas de Puebla podían curarlo todo: artritis reuma, gota, impotencia sexual. Pero también era vox populi que no debía abusarse del mencionado tratamiento. Bañarse diario era perjudicial para la salud.
Los frailes, por ejemplo, no cesaban de repetirles a los indios que bañarse diario ocasionaba sarampión. Condenaban sus temascales afirmando que su abuso debilitaba el cuerpo. Además era un hecho que un español cristiano y biennacido no se bañaba nunca, se citaba a Isabel La Católica de la que se decía sólo se había bañado tres veces en su vida, si se incluía su bautizo. Eso de bañarse diario era cosa de judíos y moros.
El otro problema del buen Illescas fue que un nuevo inquisidor general había llegado a Puebla y se proponía renovar a una institución que muchos decían ya obsoleta. No habían quemado a nadie en 80 años y se sentía la necesidad de hacer un buen espectáculo, muy difícil en una ciudad donde todos se consideraban cristianos. Uno que otro indio había caído por brujería, pero para el nuevo inquisidor el panorama era desalentador, hasta que conoció a Illescas.
Al buen inquisidor le pareció increíble cómo nadie se había dado cuenta del “marranesco” origen del anfitrión. Su nariz aguileña, sus ojos hundidos, sus orejas. No era español, estaba seguro de ello, posiblemente portugués y no era cristiano. Al llamar testigos para la investigación, uno afirmó lo siguiente:
-“Que estando en el Molino de don Rafael Mangino, como a la hora nona vio el declarante como se le ofrecía un tocino grueso de dos dedos al citado Illescas, rechazándolo este último diciendo estar indispuesto.”
Bañarse diario, haber rechazado comer tocino, muy probablemente por haber comido ya bastante, era suficiente para ser encerrado en un calabozo.
En realidad a los inquisidores les importaba un bledo se era judío o no. Lo más importante era su riqueza, y cualquier acusado de un delito grave ante la inquisición perdía sus propiedades que eran repartidas entre los buenos inquisidores. El acusado sólo debía declararse culpable.
Mientras el pobre condenado esperaba en el potro del tormento, quedaba claro que a la Inquisición le sobraban herramientas para tal fin. Tenían hierros candentes, el indispensable azote (látigo para castigar la espalda), la jarra (para hacerlo tomar agua hasta llevarlo al colapso), los torniquetes (o rompe pulgares)… No tardarían mucho en hacerlo confesar que había matado hasta al mismo Jesús.
Dice un antiguo refrán: “en prisión y en el hospital conoces a tus amigos”. En el caso de la familia Illescas pronto descubrieron una soledad casi absoluta. Cuando en el vecindario se enteraron que no habían estado viviendo junto a un caballero español decente, sino cerca de un judío, se horrorizaron y de inmediato retiraron el saludo a la familia.
Solamente las monjas de Santa Inés siguieron yendo a la casa tratando de convencer a la madre y a la hija de retirase a su convento, deshacerse del marido, y vivir como monjas dentro de él. La nueva situación impedía que la hija se casara adecuadamente, le recordaron a la madre que ésa era una salida bastante digna, no le exigirían ninguna dote para el convento, porque todas sus propiedades habían quedado embargadas.
La esposa de Illescas se negó. No abandonaría a su esposo, pero no sabía que más podía hacer. Las monjas la consolaron diciéndole que estaban convencidas de la falsedad de los cargos, que confiara en Dios y podría salir adelante.
Por supuesto las buenas monjas no sabían que Illescas era culpable. No sólo el sino toda la familia. La esposa se hacía llamar en España doña Ana de Gibraltar, pero su verdadero nombre era Sara, el nombre de su esposo era Isaac Sefarad. Desde 1492 cuando los reyes católicos ordenaron a los judíos convertirse o ser expulsados, los judíos se habían ocultado entre los cristianos de la península, durante generaciones habían resguardado su herencia cultural y las tradiciones de su pueblo, hasta que la persecución los había obligado a emigrar a América.
Pero la Inquisición los había alcanzado de nuevo.
A medianoche Sara meditaba. Su esposo moriría quemado, y ella terminaría su vida junto con su hija mendigando en el camino real. Esa noche tuvo pesadillas.
Soñó con unos ojos rojos que la seguían a través de la ciudad. Ella corría tratando de llegar su casa, pero los ojos no la perdían de vista, Sara subía las escaleras, entraba a su cuarto cerraba la puerta, pero esos ojos la perseguían hasta alcanzarla en su cama. En ese momento despertó asustada. Giró la cabeza en todas direcciones hasta que finalmente al frente de su cama descubrió unos ojos enormes que la observaban, en medio de las sombras que revelaban la imagen de un mastín. Quiso gritar, pero sólo salió un sonido hueco de su boca.El perro no dejaba de mirarla en el silencio de la noche. Pronto comenzó a moverse hacia la puerta, haciendo la invitación muda a ser seguido. Sara se levantó y juntos descendieron por las escaleras a las partes más bajas de la casa.
En la cocina, cazos, cuchillos, tenedores y vasos se encontraban en su lugar. Un pequeño ratón corría silencioso sin asustar a Sara, que como hipnotizada siguió a ese mastín fantasmal hasta un rincón donde pudo ver como brotaba una extraña luz azul. Cuando se acercó lo suficiente vio al perro sollozando, señalando una misteriosa grieta en la pared.
Sara se alegró, ya que ella, como toda la población española de ese tiempo, sabía lo que significaban los fuegos fatuos. Tomó cuchillas y cucharas a manera de pico y pico y pala, y comenzó a romper la pared. A medida que escarbaba, la débil luz si iba haciendo más intensa, era como un incendio azul que no quemaba su cuerpo. Cuando el yeso cedió pudo ver los restos de un animal emparedado muchos siglos atrás, con un letrero que decía:
“Al único amigo que tuve en vida”.
Debajo había un cofre lleno de monedas de oro. Sara miró atrás y el fantasma ya no estaba.
¿Cómo lograron escapar esa misma noche? ¿Realmente el inquisidor aceptó ese dinero, y los dejó ir así como así? ¿Cómo pasaron a los guardias de la Inquisición, a los de los puentes? Muchos años se especuló sobre lo que realmente sucedió esa noche cuando la temible Inquisición perdió un preso.
Como haya sido, nadie volvió a saber nada de la familia Illescas, y ellos pronto pasaron a ser una leyenda más de la ciudad.
Tres meses después una carreta desvencijada jalada con mulas y conducida por una mujer, se acercó a una aldea insignificante de chozas de madera en el norte del país. Al lado se encontraba su hija, en la parte de atrás venía el esposo todavía convaleciente de las heridas que había recibido. Contaba la esposa a todo el que quería saber, que había sido secuestrado por unos asaltantes en el camino real de Acapulco a Ciudad de México.
-Bienvenidos a Monterrey- dijo el hombre que hacía guardia a la entrada del pueblo.
No era un lugar muy agradable. Seco, tenía algunos hoyos de agua donde crecía una especie de pasto llamado lampazo que se comía a falta de algo mejor. No había sirvientes, ni edificios, ni fina vajilla de plata, ni seda, ni escuelas, ni hospitales, ni porcelana, ni especias, ni drenaje, ni pavimento. Solamente una llanura inmensa, fría en invierno, caliente en verano.
-Perdóname- murmuró el esposo.
En su nueva morada no iba a ver tamaladas, reuniones para tomar el chocolate, ni grandes bailes. La hija no iba a casarse con ningún rico pretendiente español, su educación formal (leer, escribir y coser) la tendría que complementar con educación práctica como montar a caballo y disparar un arma, como defensa cuando los indos los atacaran, y por supuesto aprender a cocinar.
-Bienvenidos a Monterrey- repitió el hombre pensando que no había sido oído-.
-Muchas gracias. ¿Cuántos viven en el lugar? – preguntó la esposa.
-Con ustedes seremos quince familias- respondió contento - y los ayudaremos a instalarse, estarán bien.
-¡Perdóname!– repitió Juan Illescas que estaba medio soñando todavía con los dolores del tormento que ninguna medicina parecía poder quitar.
La esposa no dijo nada porque la mirada en su rostro lo decía todo. Supo que su esposo necesitaba algo más, se acercó y lo besó profundamente. Pasaron al hombre que hacía guardia y se adentraron en la aldea. No se sabe si su felicidad fue completa porque Juan Illescas nunca se recuperó de las heridas recibidas, una leve cojera delataba su dolor, con todo, la familia prosperó a la larga, y sus descendientes se cuentan entre las familias más importantes del norte de nuestro país.
Fuente: http://www.skyscrapercity.com/showthread.php?s=f0347a39ee0fa96fc2012399d7869e3c&p=76073355#post76073355
Fotografía:
http://img52.imageshack.us/img52/5219/lacasadelperro.jpg
Leyenda:
http://www.skyscrapercity.com/showpost.php?s=f06b89edcf80a9e66bce8ecc985df0fd&p=76073355&postcount=22
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